La mujer que montaba en bicicleta rompía las reglas establecidas sobre el comportamiento femenino y se convertía en una persona de dudosa moral. Un gran escándalo acompañó a las primeras ciclistas. A la londinense Emma Eades la recibían a pedradas; a otras muchas las insultaban y agredían. Por si fuera poco, los médicos de la época opinaban que el ciclismo era una actividad perjudicial para el organismo femenino, considerado más débil que el masculino. Montar en bicicleta, creían, podía causar esterilidad y trastornos nerviosos.
Pero estas pioneras no sólo se enfrentaron a los cimentados prejuicios de la época. Tuvieron delante un obstáculo aún mayor: la vestimenta femenina, compuesta por pesados vestidos (la ropa interior pesaba unos seis kilos) y apretados corsés con los que hacer el más mínimo ejercicio sin desmayarse era un prodigio.
Al rescate de las ciclistas vinieron los bloomers, unos pantalones muy anchos. Pero cuando algunas mujeres se atrevieron a vestirlos, el escándalo fue mayúsculo. Los sacerdotes dedicaron sermones a resaltar lo pecaminoso del asunto; a las profesoras francesas se les prohibió acudir con ellos a la escuela y a la aristócrata Lady Haberton se le impidió entrar, por llevar bloomers, en una cafetería donde pretendía beber algo antes de montar de nuevo en su bicicleta. La batalla por los pantalones estaba perdida, pero mientras tanto se había avanzado un largo trecho en la emancipación femenina.
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